El primer paso para la sororidad es acercarse a las mujeres. Se lee lógico, pero no es tan sencillo. Implica una confrontación con pensamientos, ideologías y creencias propias respecto a lo que contrasta con las otras, las pares. Una forma de aminorar esa carga de construcciones es escuchándolas, prestándole oídos a historias ajenas. Entre esos relatos surgen coincidencias que generan sentimientos similares ante tales o cuales situaciones. El acoso callejero, por ejemplo, es un tema que hermana porque prácticamente no hay mujer en México que se libre de ser víctima de él. 

Para dar ese paso bien puede emplearse una cámara, tal como lo hace Patricia Balderas Castro. La directora recurre al cine documental para entrar al universo femenino de talleres, colectivas, hogares, performances y manifestaciones con el objetivo de oír para comprender, entender, buscar soluciones y levantar la voz en conjunto contra un mal normalizado por la sociedad desde hace más de medio siglo. Un mal, por cierto, que es detonante de delitos cobijados por el machismo que impera en el país, además de ser solapados por la impunidad.

 

La Ciudad de México es su objeto de estudio, protesta y denuncia. Ya sea en metro, microbús o metrobús, entre Avenida Insurgentes o Calzada de Tlalpan, el acoso se manifiesta todos los días a cualquier hora. Las mujeres capitalinas, así como aquellas que radican en la periferia pero laboran o estudian en la ciudad, viven con miedo al hostigamiento, tocamientos, eyaculaciones o escenarios peores como la violación.

Esa introducción de Patricia Balderas Castro al feminismo urbano, surgida de un interés natural por aproximarse a mujeres decididas a enfrentar al patriarcado, y conforme va adentrándose cada vez más a esa convicción coral de no callar, rasca la herida más lacerante del acoso: la normalización de perpetrarlo desde que la mujer es niña. Violentar y abusar de las menores de edad tendría que ser un escándalo de grandes dimensiones, sin embargo se ha cimentado en nuestra cultura como si se tratara de acciones comunes exentas de cualquier cargo de conciencia y castigo.

La herida se abre aún más. El documental continúa su exploración haciendo escala en otra laceración de nuestro país: las madres como culpables de todo ante las ausencias paternas, o paternidades irresponsables. Somos una nación donde predominan las mamás que tienen que sacar adelante a sus hijas sin ayuda de nadie. “Me enojé con mi mamá porque sentí que no me defendió”, comenta alguien en su testimonio. Ese reclamo hurga en silencios, dolores y represión de generaciones anteriores que crecieron con el acoso a cuestas validado como si fuera una expresión cultural. A las mamás y mamás de las mamás nadie les enseñó que ningún hombre tiene derecho a usar su cuerpo para satisfacerse a sí mismo.

Nunca es tarde para aprenderlo. Son precisamente sus hijas o las hijas de otras madres quienes se han encargado de abrirles los ojos y concientizarlas de que el acoso es una puerta de crímenes peores. Tampoco es tarde para condenarlo y sumarse a las voces de una generación actual que ha encontrado en las calles un espacio para hacerse escuchar. “La mejor vía es la que se nos da la gana”, dice una chica acerca de las acciones emprendidas en la ciudad para combatir el imperio del pensamiento machista que ha dominado a la sociedad capitalina por décadas.

Patricia Balderas Castro inicia Ahora que estamos juntas con énfasis en el morado que destaca a las jacarandas. Esa imagen prologa una historia que al final se convertirá en metáfora con el morado que distingue a la lucha feminista, un color que las niñas del presente empiezan a identificar como un símbolo de fortaleza, resistencia y despertar. Las jacarandas no hacen otra cosa que florecer denuncia, conciencia y herramientas que no tuvieron las mujeres de generaciones atrás.